Este es el título del libro que nos ponemos en el bolsillo este episodio. Uno de esos títulos que se salen algo de la tendencia general que sigue esta sección, y que especialmente por eso me parecen tan interesantes. Editado en Taugenit, su autor es Rafael Narbona, profesor de filosofía además de crítico de arte, literatura, cine… un autor muy inquieto y totalmente transversal en su trayectoria y en su mirada.
Quizás me equivoque, pero precisamente esa vinculación con la literatura y el arte se me ocurre como uno de los motores de su interés por la vivencia mística. En cualquier caso, a veces sorprende que la filosofía tenga algo o mucho que ver con la mística. Y más allá de que a la filosofía le atañe todo, la experiencia mística es un asunto filosófico de primer orden por sí mismo, además de las implicaciones filosóficas que podamos deducir de la literatura mística. De hecho la mística es un gran desafío para el logos, puesto que tiene que ver con una vivencia frente a la cual la razón se revela totalmente impotente. Diríamos que incluso pequeña, mezquina, inocua. Y además, se trata de una vivencia para la cual no hay lenguaje posible. Sin embargo, se comunica, aunque sus palabras se vayan hacia lo que no dicen, como sostenía Michel de Certeau en La fábula mística, un clásico de la materia.
Narbona nos revela (velando y desvelando a la vez) mucho de eso en una introducción breve y concentrada pero espléndida, titulada “la llama mística” que comienza con una premisa contundente expresada con acento heideggeriano: “La llama mística sigue viva en la época del eclipse de Dios”. Al fin y al cabo, siguiendo lo que nos recuerda el autor, lo místico también tiene que ver con el fundamento de todo lo que hay, que en última instancia no podemos ver, nombrar o comprender con las herramientas habituales.
Pero el título en plural nos habla -acertadamente- de peregrinos, alguien que está de paso y que transita por tierras extrañas, donde el propio camino es más trascendental que la llegada. Narbona apuesta por ampliar una concepción estrecha de la mística, que va más allá de un aspecto dentro de una tradición religiosa, para entenderla como una experiencia del absoluto (sea esto lo que sea) para la cual no tenemos conceptos (de ahí este interés por el arte, la poesía y la música al que hacía referencia). Y eso le permite reunir a figuras como Teresa de Jesús, Juan de la Cruz o Thomas Merton, con Emile Cioran, Rilke y Bataille.
El planteamiento de Narbona es muy agudo, y resulta cercano a lo que Roland Barthes hizo con Fourier, Loyola y Sade, cuando los reunió en un ensayo porque los tres -pese a ser un socialista utópico, el fundador de la Compañía de Jesús y el escritor maldito que exploraba los límites de la perversión- fueron 3 “logotetas”, es decir, fundadores de lenguaje, que hacían las mismas operaciones: aislarse, articular, ordenar y teatralizar. De hecho, Narbona barajó a Sade y lo descartó.
Eso también está en los 12 testimonios que el autor reúne y más que analizar, los presenta e invita a leer. Capítulos breves que nos dejan con la miel en los labios. Porque estamos sobre todo frente a un libro que contagia entusiasmo por descubrir más de las figuras que desfilan ante nuestros ojos: seguir a Teresa de Jesús desde sus inicios como carmelita hasta convertirse en un ejemplo de “socratismo cristiano”; acompañar a Juan de la Cruz por la noche oscura y en ese silencio tan expresivo de Dios; la apuesta por la eternidad y el riesgo de Pascal; y así pasar por Unamuno como un místico que cumple los requisitos del místico (libertad, inconformismo, fervor, sinceridad), por la mística de Simone Weil como “un signo de esperanza entre los escombros de un mundo desencantado” y no esquivar la turbulencia provocadora de un Cioran que se hunde en la Nada (y al que Narbona prácticamente despedaza…).
Escrito con un estilo fluido y claro, este surtido de peregrinos del absoluto es también un canto de esperanza, escrito en cierto modo a contracorriente de una época, la nuestra, dominada por el cientifismo y el naturalismo. No un fuga mundi en tiempos difíciles sino precisamente lo contrario: un viaje al centro del mundo, a sus raíces, e incluso a sus semillas, que necesitan oscuridad para dar fruto. Y en esa medida también, una puerta para imaginar un futuro posible, para “habitar la realidad de otra manera”. Pero mientras, disfrutar del camino y contemplar la belleza, algo que Narbona no olvida en su uso de la palabra.
Diego Civilotti – 4/03/2021